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El niño que regateaba charcos

Antonio Félix
Antonio Félix
18/12/2024

Antes, en el fútbol contado, los apodos tenían algo de mágico al hablar de los deportistas. Los había magníficos. Pelé era O Rei, Beckenbauer era El Kaiser, Sindelar, Mozart. Los había desconcertantes. El mejor futbolista de la historia, Maradona, era sólo El Pelusa. O El Diego. Y el mejor de Europa, Cruyff, era sencillamente El Flaco. Mi apodo preferido resultaba el de un baloncestista nigeriano, Hakeem ‘The dream’ Olajuwon, que luego formaría parte del irrepetible equipo que Estados Unidos trajo a los Juegos de Barcelona, el de ‘Magic’ Jonhson, ‘Air’ Jordan y Larry Bird. Aquello fue el Dream Team, denominación que poco después haría suya el Barcelona que entrenaba Cruyff y donde aprendía Guardiola, otro flaco. Extendiendo el apodo, los grandes narradores glosaron a nuestros ídolos con palabras imperecederas. Jorge Valdano definió a Romario como “un jugador de dibujos animados”. Cuando Pablo Blanco descubrió a Jesús Navas en los campos de albero de Los Palacios se maravilló frente a aquel "niño que regateaba hasta a los charcos".

Y eso ha sido Navas. Un eterno niño regateando persistentes e inmensos charcos, hasta alcanzar la gloria. Su carrera ha sido tan extensa, que pocos recordarán los terribles problemas que Jesús tuvo que superar para lograr ser futbolista, el crudo enemigo al que se hubo de enfrentar: él mismo. Un talento tan excepcional para jugar al fútbol sólo era comparable, desgraciadamente, con su pánico a alejarse de su hogar, de su familia. Navas, cuando el tema todavía quedaba envuelto en una neblina de tabú, bajo la sensación de la frivolidad, el estigma de lo débil, fue un precursor de la lucha contra los problemas mentales de los deportistas de elite. También fue uno de los primeros que los superó. A partir de ahí, vencida su sombra gris, ya nadie podía parar a ese milagro.

Porque, a nuestros ojos, Navas siempre fue un niño alborotando en los bosques de gigantes, un suspiro a punto de ser aplastado por un adversario abrumador, al que, al final, siempre burlaba porque era el más rápido, y el más listo, y, aunque no lo pareciera, el más fuerte. Navas, en la cancha, era un dios.

Evitaré la impostura de imaginar lo que, para un sevillista, debe significar Jesús Navas, el inmenso amor que ha de profesar hacia un jugador que ha representado como nadie los mejores valores del Sevilla. Su desacato a la rendición, la categoría, la elegancia. Navas se marcha con una carrera repleta de títulos y sin una sola mácula. No se le recuerda un mal gesto con el enemigo, una palabra de ofensa al rival, un agravio a la educación que antaño regía un deporte llamado fútbol, coherencia especialmente relevante en estos días de tontas rupturas de relaciones. Como deportista, como padre, como ciudadano, sólo cabe darle las gracias por sus lecciones. El domingo se nos va el jugador, queda la leyenda. La del niño que regateaba los charcos.



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