Gordofilia
Antonio Félix 06/11/2024 |
Dicen que uno de los secretos del fútbol es que nos iguala. Sobre todo por abajo, claro. En lo cutre. Quién, al cabo, no puede permitirse fantasear con ser director deportivo, viendo las mamarrachadas que gastan. En el Sevilla, por decir. Se les llena la boca de la ejemplaridad del departamento, la búsqueda exhaustiva, los softwares más sofisticados, los programas más punteros, el barrido completo del mercado, un extremo conocimiento no sólo del jugador, sino de la persona que vas a traer, la repera de las reperas… para, al final, fichar a un gordo.
La cosa, tal vez, tenga algún componente psicosocial. Una forma de ayudar, con un pequeño gesto, a hacer un mundo mejor. En ese caso, pocos equipos como el Sevilla han contribuido tanto a luchar contra esa lacra que supone la gordofobia. En la era moderna, el club de Nervión no sólo ha reclutado a una ingente colección de jugadores gruesos, sino que lo ha hecho con carácter protagónico, primeros espadas, futbolistas en los que se dejó un chorro de millones y que venían a dinamitar el tabú de la exigencia física para convertirse en auténticos valladares del heptacampeón de Europa.
Nos acordamos aquí, para empezar, de Ndri Romaric, que irrumpió después de que el Sevilla hubiera disfrutado en su centro del campo de Cristian Poulsen y Seydou Keita, casi nada al aparato. El gran José María Calado, en un tiempo en el que casi había que buscar esas cosas en VHS, nos desveló que el simpático Romaric ni era Poulsen ni Keita, sino alguien que parecía haberse comido a ambos y que jugaba a dos por hora. En descargo de quien firmó al figura, todo hay que decirlo, queda la subyugación que provocaba la, tal vez, mejor zurda que se ha visto en los últimos 25 años por Nervión, que dejó para el recuerdo un puñado de pases y goles imposibles de un genio devorado, valga la contradicción, por su irreprimible adicción de carpanta.
Más pasta, todavía, que la invertida en el orondo camerunés se llevó otro gordete de época, Joris Gnagnon, aquel prometedor central francés por quien Joaquín Caparrós decidió tirar 14 millones de euros. Tiempo después, el racial Jokin nos explicó que, en realidad, él no sabía fichar, pero no pudo negarse a auxiliar al club de su vida cuando le vino en busca de ayuda (¿cómo se ayuda a alguien haciendo algo que no sabes hacer?: en fin, no nos desviemos). Con Gnagnon la cosa empezó mal, siguió mal y acabó peor. El tío tuvo la caradura de excusar su tonelaje en el hecho de que el entrenador no lo pusiera, ardid que no coló ante el juez, porque la cosa acabó en los tribunales y con el Sevilla consiguiendo la inusual sentencia de despido procedente de un trabajador.
Para no romper la tradición, este año el Sevilla fichó a Iheanacho, que llegó como un sollo y como un sollo está. Esta semana quedó muy evidente el nivel para el que da su físico. En la Copa, ante un quinta división, al pasito, firmó un doblete. En la Liga, frente a la Real, enfiló al portero, le regateó hábilmente pero, al inclinarse para chutar a puerta vacía, la gravedad de su peso le desequilibró hasta casi hacerle caer. Su tiro a la grada fue un error tan cómico, un poco como si fuera a patear Benny Hill, que el Pizjuán ni siquiera se indignó. El caso es que, entre los muchos problemas del Sevilla, cuenta con que su delantero titular no sabe marcar gol y que su suplente es Iheanacho. Dos delanteros, cero goles en la Liga. El lío, me disculparán el chiste fácil, es gordo.