La casa de la Esperanza
María José Caldero 18/12/2024 |
Sólo había visto a la Virgen a través de la pantalla de la televisión y de las estampas que algunos familiares le traían de alguna visita a Sevilla. Le había rezado a la que decían que era una fuente constante de esperanza y que distaba físicamente de su hogar más de ochocientos kilómetros. No importaba, ella creía firmemente que la Virgen escucharía sus ruegos.
Una mujer menuda, pero con una fe colosal imploraba a la Esperanza que intercediera por la curación de su marido, gravemente enfermo de cáncer. Sin haberla visto nunca, sin haberse enfrentado a los ojos insondables de La que estos días recibe el beso de amor de sus fieles a escasos metros de la puerta de la muralla que lleva el nombre de su barrio. La fe y el amor moviendo montañas y tejiendo hilos. La fe y el amor encontrando respuestas y la luz al final de un camino de incertidumbres dolorosas.
El marido, tímido y de pocas palabras pero con los ojos húmedos y agradecidos, sanó. Ella no dudó, debían ir a agradecer a la Virgen que hubiera escuchado sus rezos, sus ruegos, sus confidencias y sus miedos.
Salvaron la distancia que les separaba de Sevilla y, como hicieran los Reyes Católicos o Carlos V, atravesaron el Arco para acceder a la ciudad intramuros. Estar frente a la fachada de la basílica y sentirse tan cerca de Ella despertó la emoción y los nervios. Apenas quedaban unos pocos metros.
Al entrar, las miradas marcaron una línea recta hacia el camarín de la Virgen. No existían pinturas murales, ni capillas y retablos, ni murmullos de rezos, ni flores y luces, solo los ojos de la fuente inagotable de Esperanza.
Era tan bonita como le contaban, tanto que no podía apartar la mirada de esos ojos magnéticos.
Subieron al camarín y fue como llegar al mismo cielo. Allí se derramó el manantial de lágrimas que había almacenado en su pecho durante la enfermedad del compañero de vida. Los perfiles de la Virgen dejaron una marca de amor en su retina. No recuerdo el manto, ni la saya, ni la toca, solo recuerdo el llanto de gratitud infinita y el esbozo de una sonrisa en los labios de la Esperanza.
Al salir del templo, sus ojos brillaban con mucha luz y una sensación de paz embargaba su espíritu. El compañero, siempre en segunda fila, no pronunció palabra pero no hizo falta. Nunca tuvo más sentido aquello de “los ojos son el espejo del alma”.
Tras la despedida, volvían a sumar kilómetros a la distancia, pero sabiéndose acompañados siempre por la Esperanza.
Es dieciocho de diciembre. En la Macarena, en Pureza, en la calle Castilla, en la Ronda Histórica, en San Martín, en el Plantinar, reside una fuente inagotable de Esperanza desde Sevilla para todo el mundo.