La gloria descendida de los cielos
José María Pinilla 22/06/2024 |
Resulta lógico vincular los periodos de mayor esplendor cultural a épocas de bienestar y bonanza económica, ya que podemos entender –de forma más que razonada– que tener cubiertas las necesidades elementales permite a las personas centrarse en desarrollar sus facetas artísticas. Acudiremos a ejemplos evidentes, desde la Atenas de Pericles a la Florencia de Lorenzo de Médici, en las que la estabilidad social y el progreso comercial parecieron fomentar el pensamiento y la creatividad. Sin embargo, la Historia también nos ofrece ejemplos opuestos, en los que el talento surge en una generación dentro de un entorno no tan propicio, que tal vez lo aliente como vía de escape.
Este último puede ser el caso de la Sevilla del siglo XVII, una ciudad que pierde gradualmente la importancia que disfrutó como Puerto de Indias en la centuria anterior y que a duras penas se repondrá de la temible peste de 1649. Tampoco ayuda la franca decadencia del Imperio Español bajo los llamados Austrias Menores y sus plenipotenciarios validos, que llevan las arcas públicas a la práctica bancarrota. No obstante, precisamente en estos años se dará una constelación de artistas que con certeza no se ha repetido desde entonces.
Vayamos a 1624 –cuatro siglos no son nada tirando a nuestra manera de Gardel–, a una Sevilla que acaba de sufrir una de sus peores riadas y que a duras penas costea la pomposa visita de Su Católica Majestad Felipe IV de la que ya hablamos. En enero de ese año nace un niño en el seno del hogar formado por el carpintero Marcos Roldán y su esposa Isabel, que habían llegado poco antes de su Antequera natal. El pequeño Pedro recibe las aguas bautismales en la antigua capilla sacramental de la catedral, que precisamente en esta época está a punto de ser sustituida por la nueva parroquia del Sagrario, cuya construcción había comenzado en 1618 y que se prolongará algunas décadas más. Sin querer hacer spoilers, es un guiño del destino sin duda esta relación entre el futuro maestro imaginero y la céntrica iglesia.
Mientras el imponente templo sacramental va perfilando sus formas barrocas de la mano de Miguel de Zumárraga y Pedro Sánchez Falconete siguiendo el dictado del ya entonces difunto arcediano Mateo Vázquez de Leca, la familia Roldán se traslada a Orce en busca de mejores oportunidades. Será en Granada donde nuestro joven protagonista reciba sus primeras lecciones de escultura en el taller de Alonso de Mena, de cuya mano adquiere el oficio junto al hijo de éste, el gran Pedro de Mena. Tras la muerte del maestro, un Roldán ya casado y padre de una niña –María, aún no Luisa, que nacería más tarde– retorna a Sevilla. Abriría un taller propio en la collación de San Marcos, y en una primera etapa colaborará en retablos e incluso realizará pinturas, demostrando un carácter multidisciplinar poco común. En breve se mudará a la zona de Santa Marina y más tarde se afincará en el centro, en las calles Colcheros y de la Muela, hoy renombradas como Tetuán y O’Donnell respectivamente.
En paralelo –estamos ya a mitad del siglo–, la colosal iglesia del Sagrario se corona con las soberbias esculturas en piedra de José de Arce, que evocarán la grandiosidad de las basílicas de la misma Roma, y se finaliza la cripta, en la que descansarán notables arzobispos de nuestra ciudad. Llegada la década de 1660, la magna obra se da por concluida, aunque la decoración interior continuará aún en el siglo siguiente. Ya para entonces, Pedro Roldán goza de un enorme prestigio que lo codea con otros grandes artistas contemporáneos como Murillo, Valdés Leal o Bernardo Simón de Pineda entre otros, con quienes coincide en más de un proyecto.
De ellos, nos centraremos en los realizados para la Casa Grande de San Francisco –histórico convento que ocupaba la actual Plaza Nueva– o la posterior iglesia de San Jorge de la Santa Caridad. Para el primero de estos recintos, sabemos que Roldán labró junto a Francisco Dionisio de Ribas el fastuoso retablo del Descendimiento de la Cruz de la capilla de los Vizcaínos, cuya policromía habría de correr a cargo del mencionado Juan de Valdés Leal. Entre tanto, el altar mayor del Sagrario dará lugar a no pocos enconados debates, que se prolongarán en el tiempo entre los seguidores del Barroco y los amantes del Neoclásico, enemigos acérrimos de los anteriores. Fruto de esta discrepancia, el primitivo altar de Jerónimo de Balbás y Pedro Duque Cornejo quedaría desmontado en el XVIII acusado de un excesivo barroquismo. En tal diatriba, el ya mencionado retablo de la capilla de los Vizcaínos, tras la caída en desgracia de la Casa Grande franciscana por el saqueo napoleónico y el desinterés desamortizador, fue instalado en 1840 en su lugar.
De este modo, por los caprichosos senderos del destino, una de las obras fundamentales de Pedro Roldán terminó coronando el altar mayor de la iglesia de su feligresía de nacimiento, aquella parroquia del Sagrario que ocupó el lugar de la sencilla capilla que lo vio recibir el Bautismo. Todo muy simbólico, sin duda. Ahora, algunos siglos después, ha querido el mismo azar –o mejor diríamos la Divina Providencia– que la necesaria restauración de tan insigne legado retablístico nos presente durante unos días la edificante talla de Jesús Descendido de la Cruz bajada al presbiterio para su encuentro con los fieles. Si no han tenido ocasión de verlo, no se lo pierdan. La Gloria ha bajado de los cielos ante nuestros ojos hasta final del presente junio. Imprégnense de ella.