La (no) chicotá del Viernes Santo
José María Pinilla 30/03/2024 |
La tradicional luz mortecina del Viernes Santo ha sido en este caso una desgraciada continuación de las jornadas precedentes. Tímidos atisbos de sol se alternaban durante la mañana y las horas centrales del día con lluvias, si bien no muy intensas al menos suficientemente seguidas como para no olvidar el paraguas en casa. Las previsiones dejaban margen a la esperanza solamente a los más optimistas, por lo que, de este modo, de manera inevitable se repetiría la lastimera letanía de cancelaciones de las salidas procesionales.
Las colas en los templos que albergan las históricas corporaciones de tan luctuosa jornada sacra evidenciaban las ganas de cofradías de una ciudad a la que le han arrebatado del almanaque sus fechas más queridas. En algunos casos las esperas se prolongaban un tiempo importante, lo que tal vez en otros años nos habría hecho desestimar la visita a las iglesias, pero tristemente es lo único que el puñetero temporal nos ha dejado.
Un servidor inició su periplo por San Isidoro, sede de la señorial cofradía que reviste el día de negro ruan. Ambos pasos lucían espléndidos a los pies de la parroquia y permitían detenerse por un instante bajo la dolorida mirada del Señor que cae por última vez en Sevilla. Al descender la vista se podía igualmente comprobar la diferencia entre el dorado del canasto –ya restaurado– y el tono aún apagado de los respiraderos. Como para arriesgarse al agua, vamos.
En la calle Carlos Cañal coincidí con el arzobispo y el alcalde, las fuerzas vivas de la ciudad. El fastuoso paso de la Soledad, recuperado en parte su esplendor tras la reforma ideada por Javier Sánchez de los Reyes, ocupaba como es normal el espacio bajo el coro de San Buenaventura. La imagen estaba radiante, pero su conmovedora mirada no encontraría los cielos del Viernes Santo sino la techumbre del templo franciscano que diseñara en su día Diego López Bueno.
Por escasos minutos –cual lanzamiento de Doncic sobre la bocina– tuve ocasión de entrar a la capilla del barrio de la Carretería antes de que echaran el cerrojo. Es una pena que esta vez la fe no pudiese doblegar a la geometría, pues eso y no otra cosa es la salida del misterio a la calle. El exquisito palio de la madre del Mayor Dolor cerraba una estampa perfecta que este año no disfrutaríamos por Sevilla.
En la calle Cristo del Calvario igualmente había que poner a prueba la paciencia, pero la visión de la completísima cofradía de Montserrat lo hacía más que justificado. La Dolorosa es una de mis debilidades y me malicio de no haberla podido acompañar en su recogida, una cita a la que no falto desde hace décadas. No ha podido ser, desgraciadamente.
Allende el río, el inmenso cortejo que abre la cruz de carey del Cachorro y cierran los candelabros de cola de la Virgen de la O se reservó a los pacientes fieles que aguardaron a ver las últimas cofradías de Triana en sus respectivas sedes de la calle Castilla. Capirotes negros y morados deambulaban frustrados por el arrabal tras conocerse que la estación de penitencia de este Viernes Santo sería interior. El regalo que suponen tan históricas cofradías se hará de esperar. Y también dejaremos para 2025 volver a vez expirar a Cristo a los sones de marchas fúnebres. No queda sino resignación.
Ya con la noche en plenitud, mi cansado paseo finalizó en la calle Bustos Tavera ante la conmovedora escena de la llamada en su día Piedad de Santa Marina. El cortejo de la Sagrada Mortaja, rescatado de tiempos pretéritos, se quedó en casa y el ciprés que asoma frente a la puerta de su iglesia echó de menos la luz de los dieciocho ciriales que escoltan la ejemplar cofradía.
"¿Otra vez? Sí, otra vez", como diría aquél, el inesperado protagonismo lo recaba la borrasca con el nombre del almirante inglés que asedió Cádiz. Igual se podían haber quedado las nubes descargando la lluvia – necesaria pero inoportuna de narices– sobre su arrogante columna en Trafalgar Square, ¿no?